Panorama Católico

¿Ni una menos?

En la Argentina, y probablemente en muchos lugares del mundo (nadie parece recordar los países islámicos, menos aún los territorios bajo el dominio de ISIS) las mujeres sufren un creciente maltrato. En algunos casos, la brutalidad y el homicidio. Los que se adueñan de la causa dan sus explicaciones, incomprensibles, y sin embargo aceptadas por la mayoría.

 

Otra gran movilización social “espontánea” sacude la sensibilidad de los argentinos. Como las anteriores, los motivos invocados son justos o al menos razonables. Como en los otros casos golpean la superficie moral de la mayoría de los habitantes de a pie pero no invitan ni por un momento a la reflexión sobre las causa reales.

En la Argentina, y probablemente en muchos lugares del mundo (nadie parece recordar los países islámicos, menos aún los territorios bajo el dominio de ISIS) las mujeres sufren un creciente maltrato. En algunos casos, la brutalidad y el homicidio. Los que se adueñan de la causa dan sus explicaciones, incomprensibles, y sin embargo aceptadas por la mayoría:

  •   Es producto del régimen patriarcal
  •   Estos delitos se vienen incrementando en los últimos tiempos

Ciñámonos a esta explicación. Veamos su debilidades.

  • Toda forma “patriarcal” viene en franco retroceso desde hace décadas en los países occidentales.  La figura del “padre” y el denostado “paternalismo” (que es una virtud y no un vicio) se combate en el Estado, en las empresas, en los grupos sociales y sobre todo en la familia. Los padres no deben ser paternales, ni siquiera padres. Meros “árbitros” de una relación democrática en una sociedad usualmente disociada, sin relaciones estables. Meros vínculos inevitables de sangre y conveniencia, que se disuelven formalmente bajo leyes absolutamente permisivas. En el mejor de los casos, el modelo soporta individuos que consienten mutuamente en reunirse para ocasiones y convivir bajo un techo como si fuesen pasajeros de un hotel, aunque sin la disciplina de estos. No hay siquiera horarios de comidas comunes y el “frigobar” ha reemplazado la cena familiar. El fin de semana es para que cada uno haga lo que le parezca por su lado, después de una semana en que cada uno hizo lo que no tuvo más remedio que hacer, por su lado.
  • Esta forma de convivencia familiar, que se aleja de un modo impresionante del modelo patriarcal (padres como autoridad amable de la casa, vida en común, manifestada en almuerzos, cenas, fines de semana o feriados en común, centrados en el culto sagrado y la convivencia de la comida del domingo con larga sobremesa, reunión de diversas generaciones…) esta forma patriarcal denunciada y odiosa para los ideólogos de “Ni una menos” no existe ya desde hace mucho tiempo, tan solo pervive en pocos hogares que resisten la revolución de las costumbres, normalmente fundados en un fuerte fundamento religioso. ¿Cómo podría lo que ya no existe o se extingue ser causa de algo que aumenta de un modo alarmante?
  • Además, las familias supérstites fuertemente unidas a este vínculo familiar “patriarcal” fundado en la fe religiosa cristiana o al menos en las costumbres de ella derivadas son aquellas en las que se venera a la madre, los hermanos varones protegen a las mujeres, y del padre, podría decirse en el peor de los casos, es demasiado estricto, no golpeador brutal o criminal.

Este ha sido el modelo clásico. Sin duda dentro de él pueden encontrarse excepciones, que demuestran que la generalidad del trato era amoroso y cordial. Incluso cuando el castigo físico fuese un correctivo común en toda la sociedad. Cuando un adulto cacheteaba a un jovencito irrespetuoso en la calle aunque fuera un extraño: o un comisario paternal “sobara” a algún descarriado para evitarle avanzar en el mal camino y lo pusiera luego en manos de sus padres.  O una maestra sacara por la oreja al insoportable y la madre, convocada para la advertencia del caso, lo llevara a casa por la otra oreja. Ese paternalismo no era brutal, era duro, fuerte, movido por el deseo de evitar males, sensato, y tenía un claro sentido común fundado en algo que hoy ya no existe: las buenas costumbres.

Yo he vivido ese paternalismo. En mi niñez los curas del colegio salesiano donde cursaba tenían a mano siempre el método preventivo de Don Bosco, y coscorrón que ponía el límite al desbordado. Y funcionaba maravillosamente. Los mismos coscorroneados a su tiempo iban a agradecer a sus “victimarios” y les llevaban a sus hijos para pulir su educación. Y se podía andar tranquilo por las calles, de día y de noche. Y se podía enviar a los hijos a las “casas de familia” con garantías de que solo verían cosas decentes.

Tantos años de llamar a eso “brutalidad” o “represión” nos ha llevado a esto: el maltrato, la humillación irracional y la muerte frecuente de las personas más débiles de la sociedad familiar: mujeres y niños, con frecuencia también ancianos, misteriosamente olvidados en el reclamo de “Ni una menos”.

Es la destrucción de las buenas costumbres lo que hace que los varones ya no sean baluartes de los más débiles. Ya no se infunde el ideal de la caballerosidad, se venera la fuerza bruta. Hoy casi no se ve a hombres defender a las mujeres por las calles, ni mucho menos tener actos de cortesía para con ellas. Por un lado el feminismo, por otro la desvalorización de la mujer que implica la degradación de las costumbres en materia sexual, la “liberación femenina” han sido las causas. 

Y de lo malo a lo pésimo, la generalizada pornografía que propone además entre sus múltiples ofertas legales (circuitos de tv por cable, por ejemplo, o Internet) la brutalidad como “variante” del placer. Y hasta en los sitios de “entretenimiento”. ¿Acaso no hace apenas días se estrenó en los cines argentinos una película que cuenta la historia de un sádico millonario y el sometimiento de una mujer a sus caprichos, a la que se le dio amplio impulso en los mismo medios que se llenaron la boca con el lema “Ni una menos”? ¿Esperaban que la promoción de estas perversiones sirviera de elemento educativo para evitar la violencia y los crímenes pasionales o derivados de relaciones que ya no tienen ni el menor límite de condena social? Y es un ejemplo entre tantísimos.

Los propulsores de esta iniciativa quieren más leyes, controles, etc.  Pero también quieren “más educación sexual”.  O sea, más causa de lo que denuestan. Quieren que no se condene a las víctimas por el modo en que viven o se divierten (sic). Es decir, que si una chica de 18 años pasa la noche en un boliche emborrachándose y drogándose y luego se va con cualquiera que encontró por allí y luego aparece muerta, no se le atribuya a su insensatez ni siquiera un porcentaje de la causa de su crimen. Ni a la dejadez de sus padres, si es que acaso le prestan alguna atención.

El Estado nacional debe velar, según “Ni una menos” para que los centros de corrupción de las costumbres continúen ofreciendo a las mujeres el divertimento que les parece, pero ellas ni sus padres o familiares deben hacerse cargo cuando se producen las consecuencias previsibles de ese tipo de “divertimento”.

Hay en este reclamo un punto de verdad obvio, que consiste en pedir a quienes pueden y deben hacer algo que actúen para evitar estas muertes brutales e insensatas. Pero hay una enorme locura al apuntar toda la responsabilidad al Estado y esquivar el deber de la familia, no mencionar ni por casualidad la responsabilidad de quienes deben ser maestros de la virtud (palabra ausente de todas estas conversaciones, como si no tuviera la menor importancia). Me refiero a los que pretenden ser con o sin causa justa referentes morales, tanto religiosos como dirigentes de cualquier tipo.

Finalmente, la utopía. Mientras se reclamaba “Ni una menos” se cometió un crimen brutal en Corrientes. La víctima, una mujer apuñalada por su “pareja”. Quienes eligieron el lema no tienen sentido del ridículo. Es como si los médicos reclamaran “ni un enfermo más” o los jueces “ni un delito más” sabiendo que mientras reclaman aparecen nuevos casos.

En el estado de “naturaleza caída” por el pecado original, toda acción humana natural y aún sobrenatural apunta a aliviar, nunca a suprimir las malas acciones, a las que quedan sometidos todos los hombres, inclusive los que las deben velar, prevenir y juzgar. El camino para evitar el crecimiento de estos delitos es devolver a la sociedad la virtud. Se debe predicar la virtud, no el vicio. Una sociedad que vive no solo en pecado mortal habitual, sino encenegada en los peores vicios y degradaciones solo puede producir individuos lábiles y propensos a cometer o tolerar estas monstruosidades.

Una sociedad que corrompe a los niños con sus patrones educativos, no puede esperar sino que esos niños, al llegar a edad adulta o antes inclusive, sean verdaderos monstruos morales.

Una sociedad que fue cristiana y en cierto modo lo es, es decir, cristiana corrompida, peor que pagana, solo tiene un camino para evitar su disolución: volver a la fuente que le dio origen: volver a la gracia, al confesionario, a la fidelidad matrimonial y a la vida en la pureza de las costumbres.

Claro que para eso se necesitan sacerdotes católicos. ¿Los hay? ¿Dónde están?

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